El filósofo norteamericano Morris Berman, entre otros pensadores contemporáneos, en su libro El reencantamiento del mundo introdujo en el debate de las ideas el concepto de cambio de paradigma cultural o de modelo de sociedad para referirse a un fenómeno que venía emergiendo lentamente desde mediados del siglo XX.
Las personas en quienes operó este cambio de dirección en su cosmovisión empezaron a usar la expresión “cultura alternativa”, la que parece ir más allá que la de “nuevo pacto social” pues esta última supone un nuevo ordenamiento, pero sobre la misma matriz de la civilización industrial vigente; en tanto que la otra, la alternativa, supone un cambio en el fundamento mismo. La motivación que incentivó a las personas que tomaron estas iniciativas fue en muchos casos la aguda convicción de que la desmesura de las realizaciones de la civilización industrial está causando graves daños a la organización de la vida planetaria, a la sociedad y al individuo en su equilibrio psicológico y su comportamiento ético, y que nuestra cultura occidental ha perdido todos sus valores fundamentales, evolucionando hacia conflictos de poder que han provocado guerras mundiales y otras parciales que continúan hasta nuestros días.
Otros han llegado a las mismas conclusiones sobre la presente megacrisis y visualizan para ella soluciones que implican cambios radicales en los patrones de conducta y de pensamiento. Su toma de conciencia se funda en el diagnóstico que la ecología ha emitido actualmente sobre el cambio climático y sus consecuencias a corto y largo plazo. Desde esa óptica, se afirma que esta megacrisis afecta a todos los elementos y formas vivas, vegetales y animales. Con una visión integradora de la organización de la vida, se llega a la conclusión de que no es posible solucionar aspectos aislados de la crisis pues ello actuaría en desmedro de las soluciones que podría darse a otros aspectos. La totalidad de la crisis constituye un único síndrome-crisis del desarrollo mundial.
Por lo antes mencionado ha surgido una crítica severa al concepto de “crecimiento”, puesto que ya se ha comprobado que no es posible enfrentar la crisis con las premisas ideológicas y científicas tradicionales.
Hasta hoy, el crecimiento en el mundo ha operado sin considerar el contexto de los factores naturales y sociales, pues tanto para el ecologista moderno como para el indígena y el campesino, la naturaleza evoluciona como una organización global, y eso es especialmente perceptible cuando los ecosistemas intervenidos se aproximan al colapso.
Pero esta globalidad sistémica no se observa solo en el orden natural, sino que también afecta a la sociedad toda, en la que hoy impera una violencia básica que culmina en la amenaza de un posible conflicto nuclear y una escalada de la violencia delictiva y terrorista que comienza a ser crónica.
El pensamiento ecológico moderno llama a esta forma “crecimiento indiferenciado”, proponiendo como solución un “crecimiento orgánico” enraizado en un modelo de representación del mundo que globaliza todos los aspectos, sustituyendo un modo de relación del hombre con el mundo por otro. La noción tradicional en esta materia ha sido la de imponer a la naturaleza el diseño utilitario del hombre. Esa idea debe cambiar hacia un ajuste de la actividad humana al “Plan Maestro de la Naturaleza”, pero esa transición, que se puede resumir en esa fórmula, implica cambios tan radicales en nuestros patrones de conducta y de pensamiento que, de llegar a realizarse, sería como generar una nueva humanidad.
Algunos ecologistas han concebido la utopía del no crecimiento, que bien sería posible si la civilización mundial fuera una entidad uniforme, pero resulta que lo que impera en el mundo es la ley de la selva, esto es, grupos de poder cuyos intereses son incompatibles, lo que hace imposible llegar a acuerdos para dar solución juntos a un problema grave que nos afecta a todos por igual, pues el compromiso de los más poderosos con el crecimiento indiferenciado parece indisoluble, siendo sus formas más desarrolladas las más peligrosas y destructoras.
El imperio del mito del progreso a través de dos siglos de historia ha demostrado que no conlleva un cambio cualitativo del hombre, sino solo un aumento de su poder sobre la naturaleza. Dominar la naturaleza desde los orígenes de la civilización industrial, ha adquirido el carácter de un ideal cuyos logros han llegado a enorgullecernos. Pero el desastre ecológico de hoy demuestra que no hay tal dominio pues la reacción de la naturaleza ha sido emprender una gradual retirada al verse forzada a seguir el diseño utilitario del hombre. Recién hemos venido a tomar conciencia de su organización formada por una delicada trama de relaciones.
El diseño utilitario impuesto a la naturaleza por el hombre ha partido del supuesto de que los así llamados “recursos naturales” tienen una capacidad ilimitada de abastecimiento (alimentos, energía, materias primas), pero el desastre ambiental presente, que solo esta en sus inicios, nos muestra finalmente el derrumbe del dogma del progreso indefinido y de la orgullosa proclamación del “ascenso del hombre”. Todo ello ha demostrado la incapacidad para percibir y entender la organización global de la vida en la Tierra. La noción del plan maestro de la naturaleza falta en absoluto en el sistema imperante, pero está codificado en los genes, y es la sabiduría primordial de la vida.
La civilización industrial quiso cambiar la noción misma de la realidad, pero nada se puede contra la naturaleza humana que, pese a las transformaciones que el hombre ha experimentado a través de las edades, sigue siendo la misma, como también el orden natural y sus leyes, las que el hombre no puede transgredir impunemente.